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domingo, 17 de octubre de 2010

EL VATICANO Y LA SANTA ALIANZA (JUEGOS DE ESPIAS)

Muchos califican a la Santa Alianza como la mejor agencia de espionaje del mundo. Sin embargo y en comparación con su importancia, es muy poco lo que se ha escrito sobre el servicio secreto del Vaticano. Una red que tuvo especial protagonismo durante la época nazi, y que, a fecha de hoy, sigue rodeada del mayor misterio…

Sólo hay que pensar en la cantidad de curas, sacerdotes, monjas, obispos, cardenales… diseminados por pueblos y ciudades, por montañas y llanuras, por islas y selvas. Juntos conforman una vastísima red de información inalcanzable para cualquier otro país.

Durante la II Guerra Mundial, el Vaticano activó esa inmensa red recabando informes allá donde nadie más podía llegar. Se cuenta que en febrero de 1939 Churchill fue invitado a comer a casa de un amigo en el número 112 de Eaton Square. Cuando llegaron a las copas comenzó una interesante charla en la que se informó al dirigente británico de que Hitler y Stalin estaban a punto de concluir un acuerdo. Ese tratado se produciría poco después, pero en aquel momento era impensable tal hecho debido a la acérrima enemistad existente entre el fascismo y el comunismo.



La sorpresa de Churchill fue de tal calibre que, excitado, sólo pudo preguntar quién había informado de semejante hecho. La respuesta se la dio el conde Coudenhove-Kalergi: “Una fuente del Vaticano”, dijo, a lo que Churchill replicó: “¿El Vaticano? Entonces debe ser cierto”. La anécdota resume perfectamente la visión que todos los mandatarios han tenido sobre el espionaje vaticano.

La Santa Alianza se fundó bajo el pontificado de Pío V en el siglo XVI con la finalidad de combatir el protestantismo de Isabel I de Inglaterra. Su nombre proviene en honor al pacto secreto que firmó la Santa Sede con la reina católica escocesa María Estuardo. Espionaje al servicio de Dios…y del “diablo” Los espías debían recabar información y ofrecérsela a los monarcas católicos europeos, con especial atención a la reina de Escocia. Incluso se organizó una fuerza de choque conformada por un grupo de jesuitas escogidos por su fidelidad al Papa. La primera misión que recibieron fue asesinar a Isabel I, pero la que murió realmente fue María Estuardo. Lo importante es que la red de espionaje tejida ya no dejaría de crecer, convirtiendo a la Santa Alianza en el servicio de espías más veterano.



Casi cuatro siglos más tarde, sus enemigos eran el comunismo de Stalin y el fascismo de Hitler y Mussolini. Conscientes del peligro que entrañaba enfrentarse al Vaticano, los tres dictadores intentaron por todos los medios socavar su poder infiltrando espías en el mismísimo minúsculo estado.

El primero que lo consiguió fue Mussolini, quien ya desde finales de la década de los años veinte intentaba infiltrar topos en las dependencias papales. El más importante de ellos se llamó Enrico Pucci, perteneciente al mundo del periodismo. Actuaba extraoficialmente como portavoz del Vaticano, editando un boletín donde se seguían los últimos acontecimientos relativos al Papa. Desde esta posición Pucci tenía acceso a tan grandes y reservados caudales de información que los periodistas extranjeros acudían a él para corroborar sus datos.

Nadie sabía que trabajaba desde 1927 para la policía fascista italiana hasta la década de los treinta, cuando la Santa Alianza comenzó a sospechar de la presencia de un espía en el Vaticano. Como todo buen entramado de espionaje, el Papa también dispone de un servicio de contraespionaje. Se le conoce como Sodalitium Pianum y lo creó el cardenal español Rafael Merry del Val por encargo del papa Pío X a comienzos del siglo XX. Su cometido sería perseguir a los espías infiltrados en el Vaticano y a aquellos religiosos que defendiesen ideas modernizadoras sobre la Iglesia.



En el caso que nos ocupa, los agentes del contraespionaje idearon una trampa en la que cayó monseñor Enrico Pucci. Con él desapareció su red de agentes formada por funcionarios de nivel medio que fueron expulsados automáticamente.

Los nazis aprendieron de este hecho. Observaron la efectividad de la Santa Alianza y se afanaron en vigilar estrechamente a todos los religiosos residentes en Alemania. “O se es cristiano, o se es alemán”, había sentenciado el Führer. Las nuevas persecuciones La labor de vigilancia fue dirigida por Reinhard Heydrich, jefe del servicio de espionaje del partido nazi. En el cometido le ayudó, irónicamente, el doctor Wilhelm August Patin, antiguo agente de la Santa Alianza y primo de Himmler, pero fue con su sucesor, Albert Hartl, con quien la persecución alcanzó su máximo exponente de crueldad.

Hartl inició una feroz persecución de todo aquel religioso que mostrase antipatía por el régimen. Todo obispo, clérigo, monja, diocesano, seminarista… era un peligro potencial que debía ser investigado. Descubrieron casos como el del padre Josef Rossberger, quien desde un seminario distribuía propaganda antinazi antes de ser detenido y torturado durante una semana de forma continuada. El hecho llegó a oídos del clero, que quedó horrorizado ante lo que eran capaces de realizar los hombres de Hitler. Tras el sacerdote otros miembros de la Santa Alianza fueron apresados y acusados de actos contra la moralidad.



Aun así, el mayor logro de los espías de Hitler fue infiltrar a uno de sus agentes en las dependencias del Vaticano durante la elección de Eugenio Pacelli como Pío XII.

El espía se llamaba Taras Borodajkewycz, estudiante de teología vienés, pero con buenos contactos entre la curia romana. Sus informes enviados a Berlín sobre quién iba a ser elegido como próximo Papa erraron en la predicción, y lo que resultó más perjudicial, pusieron al Sodalitium Pianum sobre su pista.

Se hacía necesario actuar con prontitud. La respuesta llegó de la mano del propio Borodajkewycz, al asegurar a sus superiores que si se entregaban tres millones de marcos en lingotes de oro, varios cardenales estaban dispuestos a votar a alguno de los dos obispos favoritos de Alemania: Maurilio Fossati y Elia dalla Costa.

El plan tuvo el respaldo del Führer y el oro se cargó en un tren rumbo a la Ciudad Eterna. Durante el trayecto, agentes de la Santa Alianza supieron de la existencia del trato y del tren. Lo que ni ellos ni los espías nazis sabían, era que el plan de Borodajkewycz consistía verdaderamente en quedarse con el oro y desaparecer de las manos de las SS y de la Gestapo.



Cuando en la elección del 2 de marzo de 1939 Eugenio Pacelli se erigió como Pío XII, la sorpresa se instaló en el cuartel de Himmler. Rápidamente contactó con sus subordinados para localizar a Borodajkewycz y que devolviera el oro entregado, pero ni éste ni los tres millones de marcos aparecieron. Así hasta que la policía italiana localizó su cadáver ahorcado de una viga en un parque de Roma.

Una versión dice que fue la Abwehr quien lo asesinó, aunque otra mucho más tenebrosa afirma que quien acabó con su vida fue una sociedad secreta vaticana llamada los Assassini, heredera de la Orden Negra, creada en el siglo XVII con el fin de asesinar a todo espía extraño a la Santa Sede. El oro jamás apareció.

Pero no sólo los servicios secretos nazis e italianos dirigieron sus espías hacia el territorio vaticano. La Santa Sede también hizo lo mismo, considerando el III Reich como zona prioritaria de acción.

En una reunión entre Albert Hartl y el antiguo sacerdote y profesor de Teología Josef Roth, se les informó de la presencia de un espía vaticano que entraba y salía de la zona nazi con mensajes y dinero de las altas jerarquías eclesiásticas. Lo único que se sabía de él es que hablaba perfectamente alemán y que recibía el nombre de “el mensajero”. Il messagero… En aquellas fechas estallaba la II Guerra Mundial tras la invasión de Polonia, y la Abwehr se marcó como meta prioritaria localizar y acabar con el espía. Les costaría, porque el hombre al que buscaban era uno de los mejores agentes de la Santa Alianza. Se llamaba realmente Nicolás Estorzi, y se cree que fue la persona que acabó con la vida de Taras Borodajkewycz de ser cierta la tesis de que fueron los Assassini quienes le ejecutaron. “El mensajero” se convirtió rápidamente en un quebradero de cabeza por la calidad de sus informaciones sobre el armamento alemán. Sus informes no sólo llegaban a la Santa Sede, sino que también eran distribuidos entre los gobiernos aliados y los participantes del Eje. Para capturarle y de paso iniciar contactos con Pío XII, se eligió al agente alemán Josef Müller. Igual de misterioso que Estorzi, Müller fue designado por Canaris jefe de la estación del Abwehr en Roma. Lo que nadie sabía es que Estorzi y Müller se profesaban una profunda amistad, tanta que el alemán le contó al italiano la misión que se le había encomendado.


A la vista de tantos fracasos, el propio Canaris quería lograr un entendimiento con Pío XII a finales de 1939. La mayor ventaja estribaba en que ambos mantenían buenas relaciones desde los tiempos de Pacelli como nuncio en Berlín. Su total conocimiento del idioma, la cultura y la idiosincrasia alemanas lo convertían en un hombre apto para la firma de acuerdos. En este caso lo que se quería de él era que mediara con Londres para alcanzar una especie de paz tácita con los británicos. Pacelli, como hombre inteligente que era, comprendió inmediatamente los peligros de la petición. Si aceptaba, los católicos alemanes perseguidos por el nazismo podrían ver en él a un traidor, pero también estaba en su mano acabar con una sangría que seguiría afectando a buena parte de la Europa occidental.

Su respuesta fue leer todos los informes que le llegaban sobre la propuesta, evitando siempre recibir a miembros de la Abwehr en su despacho. Los documentos los pasaba después al ministro británico en la Santa Sede, sir Francis d’Arcy Osborne. Las conversaciones nunca llegaron a buen puerto, porque el espionaje francés se enteró de ellas con el miedo que les provocaba que Inglaterra se saliera de la guerra dejándoles a expensas de los nazis.

Aún tendrían lugar muchas más conspiraciones y persecuciones entre espías, pero el fracaso de las conversaciones hizo que la guerra entrara en una nueva fase y que el nazismo se extendiera sin freno por la Vieja Europa.



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